O problema da experiência mística e sua expressão lingüística
Texto original em espanhol, seguido pela sua tradução.
El problema de la experiencia mística y su expresión lingüística
Al final de su Tractatus Logico-Philosophicus, Wittgenstein famosamente escribió que cuando alcanzamos los límites de la filosofía y de lo que se puede decir claramente y con sentido, debemos callar. No soy de los que admiran el libro del estrafalario filósofo vienés devenido en filósofo del lenguaje, pero debo admitir que esa frase ha sido muy influyente. Sin embargo, no todos están dispuestos a callar. A lo largo de la historia y entre las culturas más diversas siempre ha habido individuos que han sostenido tener una experiencia directa de lo divino. Estas experiencias pueden ser extremadamente diversas, yendo desde experiencias perceptivas hasta una supuesta unión con lo divino.
William James ha descrito y caracterizado en forma detallada las variedades de la experiencia religiosa. En esta breve nota me interesa aquel tipo de experiencias que permiten a la persona que las experimenta utilizar el término “Dios” como un nombre, no como una descripción en su lenguaje. Los nombres denotan, los términos generales designan conceptos que deben ser descriptos. Así, “Blumina Romero” denota a un individuo particular de todos los que forman el universo: mi hija. Es un nombre. Nadie que no conozca a Blumina sabrá nada de ella por el sólo hecho que yo la nombre. En cambio, si digo “número primo” estoy designando un concepto que deber ser descripto: la clase de los números enteros divisibles solamente por la unidad y por sí mismos.
La experiencia religiosa pretende ser una experiencia directa de lo que el nombre “Dios” denota. Estas experiencias en general van más allá de lo meramente perceptivo para adentrarse en un ámbito en el que el sujeto se ve “tomado” o “arrebatado” por lo que él entiende como una realidad superior con la cual, en algunos casos, puede llegar a fusionarse, perdiendo en forma temporaria su identidad personal para adquirir un punto de vista que trasciende lo empírico e incluso lo humano ( ver James 1986).
Este tipo de experiencias, llamadas “místicas”, se presentan con notables similitudes en individuos excepcionales de las más variadas religiones (ver, por ejemplo, el estudio comparativo de Rudolf Otto 1932). A diferencia de otras experiencias que pueden ser descriptas en términos sensoriales, como ser visiones, apariciones, voces, etc., las experiencias místicas son “inefables”, esto es, no susceptibles de descripción utilizando el lenguaje ordinario o lenguajes artificiales interpretados cuya semántica requiera una clase de referencia que no incluya “lo divino”. En otras palabras, el problema que se plantea al místico es cómo contar lo que ha experimentado a personas que jamás han tenido, ni probablemente tendrán, experiencias de esa clase.
Hay una diferencia esencial entre la situación del místico y la del científico que no puede explicar al lego sino con analogías de la vida cotidiana los lineamientos de alguna teoría compleja, como pueden ser la mecánica cuántica o la teoría general de la relatividad. Esa diferencia radica en que el científico no ha sufrido ninguna experiencia que en principio no sea accesible al lego. A nadie está vedado estudiar relatividad u otra teoría compleja, si tiene la posibilidad y el acceso a la información correspondiente. El científico no experimenta una realidad que es ajena al lego. Por supuesto, su conocimiento le permite percibir la realidad de otra forma, pero esa percepción es una posibilidad también para el lego.
La situación del místico se semeja más a la de alguien que trata de explicar a un ciego de nacimiento los contrastes de color en una pintura o los que puede ofrecer un paisaje. Simplemente, no hay una base de experiencias comunes para que exista la comunicación. El color “rojo”, por ejemplo, que para el vidente es un nombre, para el ciego, en ausencia de una descripción en términos comprensibles sobre su experiencia, resulta “inefable”. Ahora bien, el ciego estaría cometiendo un error epistemológico si a partir de ese carácter inefable, para él, del color, dedujera que la expresión “rojo” no corresponde a algo real. Es lícito, entonces, preguntarnos cual es el valor epistemológico de las afirmaciones que realiza el místico sobre la existencia de Dios y de una realidad trascendente.
¿Qué es lo que nos justifica en aceptar como válido un enunciado y no otro? Nuestra justificación parece provenir de la posibilidad de contrastar el enunciado de alguna forma, para establecer su valor de verdad. Si tenemos dudas sobre si algo es rojo o no, podemos realizar mediciones de la longitud de onda de la radiación electromagnética emitida por la cosa en cuestión y verificar el color. Incluso un no vidente puede realizar estas mediciones, con instrumentación adecuada, y convenir en que cuando ciertos estándares se cumplen, algo califica como “rojo”.
¿Podemos establecer alguna forma de contrastar los enunciados del místico? Aquí enfrentamos un problema. Sin duda podemos establecer si una persona ha tenido o no una experiencia mística con un cierto grado de seguridad. Podemos estudiar la actividad de su cerebro, por ejemplo, con técnicas de monitoreo del cerebro vivo, y establecer clases de equivalencia que nos permitan establecer cuando un sujeto experimenta un episodio místico sin necesidad de que él lo manifieste.
El problema, sin embargo, reside, no en determinar si la experiencia ocurrió o no, sino si la significación que le da el sujeto que la vivió es correcta. Después de todo, de experiencias místicas se ha inferido la existencia del Dios cristiano, de Alá, de Jehová, del Nirvana, de Jesucristo, etc. La base de estas experiencias parece ser similar, pero la interpretación no es unívoca, sino que parece depender fuertemente del contexto cultural de la persona que la sufrió. Hasta donde sabemos, ningún místico musulmán ha experimentado una comunión con el Dios cristiano, o viceversa. Sí puede ocurrir, en cambio, que un no creyente tenga una experiencia mística y sufra una conversión (siendo quizás el arquetipo de esto san Pablo). Esto último parece ser atribuible tanto a la experiencia en sí como al contexto (es difícil imaginar una conversión de san Pablo al budismo, del cual seguramente no tenía noticias).
Podría concluirse, sin embargo, que de los elementos comunes a muchas de las experiencias místicas, más allá del contexto cultural, es posible inferir la existencia de una realidad que trasciende el orden empírico, o incluso la existencia de algún tipo de divinidad. Esto sería tal vez posible, si no existiesen también explicaciones naturales a los fenómenos místicos, por ejemplo en términos neurofisiológicos[1]. Si una explicación neurofisiológica es posible, entonces la inferencia sobre la existencia de lo sobrenatural sobre la base de la experiencia mística se debilita. Si aplicamos el principio de Occam de no suponer más existentes de los necesarios, a igual probabilidad, la inferencia sobrenatural se derrumba. Esto no es un obstáculo para el propio místico, que está convencido de la realidad de su experiencia, y muchas veces trata de transmitir su contenido.
Pero si el lenguaje falla en sus propiedades descriptivas para transmitir lo inefable, ¿qué herramientas pueden usarse para establecer una imagen de lo divino en la mente de quien no lo experimentó en forma directa? Escuchemos a san Juan de la Cruz:
Yo no supe dónde entraba,
Pero cuando allí me vi,
Sin saber donde estaba,
Grandes cosas entendí;
No diré lo que sentí,
Que me quede no sabiendo,
Toda ciencia trascendiendo.[2]
Juan de la Cruz sabe perfectamente del carácter intransferible de su experiencia. Sin embargo, realizará un esfuerzo extraordinario para forjar un lenguaje simbólico que le permita describir, aunque sea en sus formas más elementales, el viaje espiritual que ha realizado. Ese lenguaje es lo que podríamos llamar el “simbolismo de la noche y el amor”. Utilizando conceptos que son accesibles a quienes no han tenido experiencias místicas, conceptos como “noche”, “oscuridad”, y “amor”, Juan de la Cruz se propone la tarea inmensa de describir el proceso de la mística. En este proceso hay una serie de estados o “peldaños”, que debe ir recorriendo el iniciado. Los estados básicos son los siguientes[3]:
- Un período de purificación activa en el cual el sujeto renuncia a los deseos por las cosas del mundo. Entiende la nada y la vanidad de todas las cosas.
- Un período de purificación pasivo que ya no depende de la voluntad sino que es enviado por Dios para eliminar toda vanidad que aún pudiera subsistir en el sujeto. Corresponde al aniquilamiento del “yo”, a la “noche oscura del alma”.
- Finalmente un período de unión amorosa o teopática con Dios. Es el éxtasis místico en el cual el sujeto desaparece en Dios. De alguna forma se funde con Dios, y como Dios vuelve a observar las criaturas y el
El éxtasis místico nunca es prolongado, dura apenas unas pocas horas, a lo sumo, del tiempo objetivo, aunque para el propio místico el tiempo deja de tener sentido en este estado. El místico destruye toda la actividad consciente para dejar un vacío pavoroso que es llenado por Dios. A ese Dios no se lo puede conocer, como conocemos las cosas, pero se lo puede experimentar, y esa experiencia cambia para siempre al místico y a su percepción del mundo. En san Juan de la Cruz, se da un “regreso” de la criatura a Dios. Al final, como dice Jean Baruzi (Baruzi 2001), Juan de la Cruz no ascenderá desde el mundo a Dios; descenderá de Dios al mundo.
Veamos como nos describe su experiencia:
En una noche oscura
Con ansias en amores inflamada
¡Oh dichosa ventura!
Salí sin ser notada,
Estando ya mi casa sosegada.
A oscuras, y segura,
Por la secreta escala disfrazada,
¡Oh dichosa ventura!
A oscuras, y en celada,
Estando ya mi casa sosegada.
En la noche dichosa,
En secreto, que nadie me veía,
Ni yo miraba cosa,
Sin otra luz y guía,
Sino la que en el corazón ardía.
Aquesta me guiaba
Más cierto que la luz del mediodía,
A donde me esperaba,
Quien yo bien me sabía,
En parte donde nadie parecía.
¡Oh noche, que guiaste!,
¡Oh noche amable más que el alborada!,
¡Oh noche que juntaste,
Amado con amada,
Amada en el Amado transformada!
En mi pecho florido,
Que entero para él sólo se guardaba,
Allí quedó dormido,
Y yo le regalaba,
Y el ventalle de cedros aire daba.
El aire de la almena,
Cuando yo sus cabellos esparcía,
Con su mano serena
En mi cuello hería,
Y todos mis sentidos suspendía.
Quedeme, y olvideme,
El rostro recliné sobre el Amado;
Cesó todo, y dejeme,
Dejando mi cuidado
Entre las azucenas olvidado.[4]
Juan de la Cruz recurre a un lenguaje de extraordinaria belleza, a imágenes sencillas y puras, a la metáfora del amor, para describir el encuentro con la divinidad. Acaso no haya experiencia humana más intensa que la del amor, por eso Juan de la Cruz la elige para tratar de transmitirnos una experiencia sobrehumana:
Cuán manso y amoroso
Recuerdas en mi seno,
Donde secretamente solo moras,
Y en tu aspirar sabroso
De bien y gloria lleno
¡Cuán delicadamente me enamoras![5]
No hay duda que para Juan de la Cruz, como para muchos otros místicos, sus experiencias tienen el carácter de experiencias básicas, no analizables en términos de un lenguaje más básico. Para ellos, la pobreza de nuestro lenguaje, es decir, de nuestra visión del mundo, es esencial. Al leer sus palabras apasionadas, a veces, podemos sentirlo.
Referencias
ÁLVAREZ, Javier. Mística y Depresión: San Juan de la Cruz. Madrid, Trotta,
1997.
BARUZI, Jean. San Juan de la Cruz y el Problema de la Experiencia Mística,
Valladolid, Junta de Castilla y León, 2001.
D’AQUILI, Eugene y NEWBERG, Andrew B. The Mystical Mind: Probing the
Biology of Religious Experience. Minneapolis, Fortress Press, 1999.
JAMES, William. Las Variedades de la Experiencia Religiosa. Buenos Aires,
Hyspamérica, 1986. Vols. I y II.
OTTO, Rudolf. Mysticism East and West. New York, The Macmillan Company,
1932.
SAN JUAN DE LA CRUZ. Obras Completas, Madrid, BAC, 1991.
O problema da experiência mística e sua expressão lingüística
No final de seu Tractatus Logico-Philosophicus, Wittgenstein escreveu que quando alcançamos os limites da filosofia e o que pode ser dito de forma clara e significativa, devemos calar. Não sou daqueles que admiram o livro do peculiar filósofo vienense que se tornou filósofo da linguagem, mas devo admitir que essa frase foi muito influente.
Porém não todos estão dispostos a ficar em silêncio. Ao longo da história e entre as mais diversas culturas sempre houve indivíduos que afirmaram ter uma experiência direta do divino. Estas experiências podem ser extremamente diversas, variando de experiências perceptivas a uma suposta união com o divino.
William James descreveu e caracterizou em detalhes as variedades de experiência religiosa. Nesta breve nota, estou interessado nos tipos de experiências que permitem à pessoa que as vivencia usar o termo “Deus” como um nome, não como uma descrição em sua linguagem. Os nomes denotam, os termos gerais designam conceitos que devem ser descritos. Assim, “Blumina Romero” denota um indivíduo particular de todos aqueles que compõem o universo: minha filha. É um nome. Ninguém que não conhece Blumina saberá nada sobre ela só porque eu a nomeei. Por outro lado, se digo “número primo”, estou designando um conceito que deve ser descrito: a classe dos inteiros divisíveis apenas pela unidade e por eles próprios.
A experiência religiosa pretende ser uma experiência direta do que o nome “Deus” denota. Essas experiências em geral vão além do meramente perceptivo para entrar em uma área em que o sujeito é “levado” ou “arrebatado” por aquilo que ele entende como uma realidade superior com a qual, em alguns casos, pode vir a se fundir, perdendo temporariamente sua identidade pessoal para adquirir um ponto de vista que transcende o empírico e até mesmo o humano (ver James 1986).
Este tipo de experiência, chamada “mística”, aparece com semelhanças notáveis em indivíduos excepcionais das mais variadas religiões (ver, por exemplo, o estudo comparativo de Rudolf Otto 1932). Ao contrário de outras experiências que podem ser descritas em termos sensoriais, como visões, aparições, vozes, etc., as experiências místicas são “inefáveis”, isto é, não suscetíveis de descrição usando linguagem comum ou linguagens artificiais interpretadas cuja semântica exige um tipo de referência que não inclui “o divino”. Em outras palavras, o problema para o místico é como contar o que ele experimentou para pessoas que nunca tiveram, e provavelmente nunca terão, tais experiências.
Há uma diferença essencial entre a situação do místico e a do cientista que não pode explicar ao leigo, exceto com analogias da vida cotidiana, as diretrizes de alguma teoria complexa, como a mecânica quântica ou a teoria geral da relatividade. Essa diferença reside no fato de o cientista não ter passado por nenhuma experiência que, em princípio, não seja acessível ao leigo. Ninguém está proibido de estudar a relatividade ou outra teoria complexa, se tiver a possibilidade e acesso às informações correspondentes. O cientista não experimenta uma realidade estranha ao leigo. Claro, seu conhecimento lhe permite perceber a realidade de outra forma, mas essa percepção também é uma possibilidade para o leigo.
A situação do místico é mais parecida com a de quem tenta explicar a um cego de nascença os contrastes de cores de uma pintura ou de uma paisagem. Simplesmente não existe uma base de experiência comum para a existência de comunicação. A cor “vermelha”, por exemplo, que para o vidente é um nome, para os cegos, na ausência de uma descrição em termos compreensíveis sobre sua experiência, é “inefável”. Ora, o cego estaria cometendo um erro epistemológico se daquele caráter inefável, para ele, de cor, deduzisse que a expressão “vermelho” não corresponde a algo real. É legítimo, então, nos perguntarmos qual é o valor epistemológico das afirmações que o místico faz sobre a existência de Deus e de uma realidade transcendente.
O que nos justifica em aceitar como válida uma afirmação e não outra? Nossa justificativa parece vir da possibilidade de contrastar a afirmação de alguma forma, para estabelecer seu valor de verdade. Se tivermos dúvidas se algo é vermelho ou não, podemos fazer medições do comprimento de onda da radiação eletromagnética emitida pela coisa em questão e verificar a cor. Até mesmo uma pessoa cega pode fazer essas medições, com instrumentação adequada, e concordar que, quando certos padrões são atendidos, algo se qualifica como “vermelho”.
Podemos estabelecer uma maneira de contrastar as afirmações do místico? Aqui enfrentamos um problema. Certamente podemos estabelecer se uma pessoa teve ou não uma experiência mística com certo grau de segurança. Podemos estudar a atividade de seu cérebro, por exemplo, com técnicas de monitoramento cerebral ao vivo, e estabelecer classes de equivalência que nos permitem estabelecer quando um sujeito vivencia um episódio místico sem a necessidade de que ele o manifeste.
O problema, porém, não reside em determinar se a experiência ocorreu ou não, mas se o sentido que lhe foi dado pelo sujeito que a viveu é correto. Afinal, a partir de experiências místicas a existência do Deus cristão, Alá, Jeová, Nirvana, Jesus Cristo, etc. foi inferida. A base dessas experiências parece ser semelhante, mas a interpretação não é inequívoca, ao contrário, parece depender fortemente do contexto cultural da pessoa que a sofreu. Até onde sabemos, nenhum místico muçulmano experimentou uma comunhão com o Deus cristão, ou vice-versa. Por outro lado, pode acontecer que um descrente tenha uma experiência mística e se converta (talvez o arquétipo deste seja São Paulo). Este último parece ser atribuível tanto à experiência em si quanto ao contexto (é difícil imaginar uma conversão de São Paulo ao budismo, da qual ele certamente não tinha notícias).
Pode-se concluir, entretanto, que a partir dos elementos comuns a muitas experiências místicas, além do contexto cultural, é possível inferir a existência de uma realidade que transcende a ordem empírica, ou mesmo a existência de algum tipo de divindade. Isso talvez fosse possível, se também não houvesse explicações naturais para os fenômenos místicos, por exemplo, em termos neurofisiológicos. Se uma explicação neurofisiológica é possível, então a inferência sobre a existência do sobrenatural com base na experiência mística é enfraquecida. Se aplicarmos o princípio de Occam de não assumir mais existentes do que o necessário, com igual probabilidade, a inferência sobrenatural desmorona. Isso não é um obstáculo para o próprio místico, que está convencido da realidade de sua experiência e muitas vezes tenta transmitir seu conteúdo.
Mas se a linguagem falha em suas propriedades descritivas para transmitir o inefável, que ferramentas podem ser usadas para estabelecer uma imagem do divino na mente de alguém que não o experimentou diretamente? Ouçamos São João da Cruz:
Yo no supe dónde entraba,
Pero cuando allí me vi,
Sin saber donde estaba,
Grandes cosas entendí;
No diré lo que sentí,
Que me quede no sabiendo,
Toda ciencia trascendiendo.[6]
Juan de la Cruz conhece perfeitamente o caráter intransferível de sua experiência. No entanto, ele fará um esforço extraordinário para forjar uma linguagem simbólica que lhe permita descrever, mesmo em suas formas mais elementares, a jornada espiritual que fez. Essa linguagem é o que poderíamos chamar de “simbolismo da noite e do amor”. Utilizando conceitos acessíveis a quem não teve experiências místicas, conceitos como “noite”, “escuridão” e “amor”, Juan de la Cruz se propõe a imensa tarefa de descrever o processo de misticismo. Nesse processo, há uma série de estados ou “etapas” pelos quais o iniciado deve passar. Os estados básicos são os seguintes:
1) Um período de purificação ativa em que o sujeito renuncia aos desejos pelas coisas do mundo. Compreende o nada e a vaidade de todas as coisas.
2) Um período de purificação passiva que não depende mais da vontade, mas é enviado por Deus para eliminar toda vaidade que ainda pudesse subsistir no sujeito. Corresponde ao aniquilamento do “eu”, à “noite escura da alma”.
3) Finalmente, um período de união amorosa ou teopática com Deus. É o êxtase místico em que o sujeito desaparece em Deus. De alguma forma, ele se funde com Deus e, como Deus, ele novamente observa as criaturas e o mundo.
O êxtase místico nunca se prolonga, dura apenas algumas horas, no máximo, do tempo objetivo, embora para o próprio místico o tempo deixe de ter sentido neste estado. O místico destrói toda atividade consciente para deixar um vazio terrível que é preenchido por Deus. Que Deus não pode ser conhecido, como conhecemos as coisas, mas ele pode ser experimentado, e essa experiência muda para sempre o místico e sua percepção do mundo. Em São João da Cruz, há um “retorno” da criatura a Deus. No final, como diz Jean Baruzi (Baruzi 2001), Juan de la Cruz não ascenderá do mundo a Deus; descerá de Deus para o mundo.
Vamos ver como sua experiência nos descreve:
En una noche oscura
Con ansias en amores inflamada
¡Oh dichosa ventura!
Salí sin ser notada,
Estando ya mi casa sosegada.
A oscuras, y segura,
Por la secreta escala disfrazada,
¡Oh dichosa ventura!
A oscuras, y en celada,
Estando ya mi casa sosegada.
En la noche dichosa,
En secreto, que nadie me veía,
Ni yo miraba cosa,
Sin otra luz y guía,
Sino la que en el corazón ardía.
Aquesta me guiaba
Más cierto que la luz del mediodía,
A donde me esperaba,
Quien yo bien me sabía,
En parte donde nadie parecía.
¡Oh noche, que guiaste!,
¡Oh noche amable más que el alborada!,
¡Oh noche que juntaste,
Amado con amada,
Amada en el Amado transformada!
En mi pecho florido,
Que entero para él sólo se guardaba,
Allí quedó dormido,
Y yo le regalaba,
Y el ventalle de cedros aire daba.
El aire de la almena,
Cuando yo sus cabellos esparcía,
Con su mano serena
En mi cuello hería,
Y todos mis sentidos suspendía.
Quedeme, y olvideme,
El rostro recliné sobre el Amado;
Cesó todo, y dejeme,
Dejando mi cuidado
Entre las azucenas olvidado.[7]
Juan de la Cruz usa uma linguagem de beleza extraordinária, imagens simples e puras, a metáfora do amor, para descrever o encontro com a divindade. Talvez não haja experiência humana mais intensa do que a do amor, por isso Juan de la Cruz a escolhe para tentar transmitir-nos uma experiência sobre-humana:
Cuán manso y amoroso
Recuerdas en mi seno,
Donde secretamente solo moras,
Y en tu aspirar sabroso
De bien y gloria lleno
¡Cuán delicadamente me enamoras![8]
Não há dúvida de que para Juan de la Cruz, como para muitos outros místicos, suas experiências têm o caráter de experiências básicas, não analisáveis em termos de uma linguagem mais fundamental. Para eles, a pobreza de nossa linguagem, ou seja, de nossa visão de mundo, é essencial. Ao ler suas palavras apaixonadas, às vezes, podemos sentir isso.
[1]El lector interesado puede consultar, entre la vasta bibliografía existente, la obra de d’Aquili y Newberg (1999), y el excelente estudio de Javier Álvarez (1997) sobre San Juan de la Cruz.
[2]De “Coplas sobre un éxtasis de alta contemplación”, en San Juan de la Cruz (1991).
[3]Ver Álvarez (1997) y Baruzi (2001).
[4] “Noche oscura”, en San Juan de la Cruz, Obras Completas (1991).
[5] “Llama de amor viva” en San Juan de la Cruz, Obras Completas (1991).
[6]De “Coplas sobre un éxtasis de alta contemplación”, en San Juan de la Cruz (1991).
[7] “Noche oscura”, en San Juan de la Cruz, Obras Completas (1991).
[8] “Llama de amor viva” en San Juan de la Cruz, Obras Completas (1991).