Elogio de la duda: contra los “traficantes de certezas”
Em homenagem aos 80 anos de Mario Novello
Toda época ha conocido sus “traficantes de certezas”. Pero sobre todo en los momentos de “crisis” – cuando predominan los miedos y las inseguridades – su rol se fortalece aún más. Reivindicando la “infalibilidad” de la propia “Iglesia” (religiosa o laica, ¡poco importa!), se mueven en los ámbitos más diversos para ofrecer respuestas seguras a las incertidumbres del presente, para propiciar un “modelo único” que pueda presentarse como un antídoto ante la peligrosa deriva de la pluralidad, de la multiplicidad, de la mutación.
El “traficante de certezas” basa su fuerza en la presunción de que posee la “verdad”. Y quien cree poseer la verdad es enemigo de la duda, del diálogo, de la discusión. No tiene ningún interés en escuchar al “otro”. Más bien, considera a quien piensa de manera diferente como una oveja extraviada que debe devolver al redil.
La visión dogmática libera a sus frágiles destinatarios de la dificultad de elegir: se evita el naufragio en el caos de lo múltiple aferrándose al salvavidas de la verdad. También en el plano de la política – el fenómeno ha sido ampliamente estudiado – los regímenes totalitarios, por ejemplo, liberan a los ciudadanos del peso de la decisión, arrogándose el derecho de indicar la única opción posible.
Quien se atreve a expresar críticas en contra de la “verdad absoluta”, quien se atreve a manifestar dudas y reservas respecto a la infalibilidad de los “traficantes de certezas” es considerado un peligroso “hereje” o, peor aún, es marcado con el sello de “relativista”. Los dogmáticos (aquellos que, viviendo en las certezas, creen no equivocarse nunca) han ofrecido un idéntikit (para su uso o consumo) del disidente relativista. Ser relativistas para ellos significa ponerlo todo en un mismo plano, renunciar a la razón, despreciar la ciencia, cultivar el irracionalismo, desacreditar lo universal, negar la existencia de todo valor. Pero ¿qué relativista con buen sentido podría reconocerse en este “retrato” instrumental y en apariencia verdadero?
En el curso de los siglos numerosos autores, desde puntos de vista diversos, han elogiado la duda. Para Montaigne el hecho mismo de filosofar se funda en el ejercicio de la duda: «filosofar es dudar»[2], escribe en los Ensayos, porque «la seguridad y la resolución son solo cosa de insensatos»[3]. Por lo demás, «las creencias, los juicios y las opiniones de los hombres» están sometidos a las mismas limitaciones a las que están sujetas las restantes cosas de la naturaleza: si, como ellas, «tienen sus revoluciones, su estación, su nacimiento, su muerte, […] ¿qué autoridad magistral y permanente les podemos atribuir?»[4]. Montaigne, en definitiva, nos advierte de que no hay que correr el riesgo de considerar nuestros puntos de vista como verdades eternas y universales. Pensemos en el uso distorsionado de la palabra “natural”: «Las leyes de la conciencia, que decimos nacer de la naturaleza – observa Montaigne – nacen de la costumbre. […] Los pueblos criados en la libertad y en el autogobierno consideran monstruosa y contranatural cualquier otra formas de governarse. Los que están habituados a la monarquía piensan igual»[5].
Dicho en otros términos, tendemos a considerar “natural” aquello que forma parte de nuestras costumbres. Tildar, por ejemplo, el amor homosexual de hecho “contrario a la naturaleza” es una manera arrogante de atribuir nuestra visión del mundo a la naturaleza. Divulgamos, finalmente, nuestra “verdad” como si fuera algo objetivo, que deriva de la naturaleza misma. Pensemos en nuestro presente, también para mostrar que el estudio de los clásicos tiene mucho más sentido que aprobar un examen u obtener un título. Para los fanáticos de la “familia natural”, en efecto, la única unión posible sería aquella destinada a la procreación. Por lo tanto, el amor reducido únicamente a fertilización pretendería borrar con una pasada de esponja otras formas seculares de relaciones eróticas y sentimentales como el amor de una mujer por otra mujer o de un hombre por otro hombre.
Ninguna filosofía podrá jamás reivindicar la posesión de una verdad absoluta válida para todos los seres humanos. Porque creerse poseedor de la única y sola verdad significa sentir el deber de imponerla, incluso por la fuerza, en beneficio de la humanidad. El dogmatismo, en efecto, produce fanatismo e intolerancia en todas las áreas del saber: en los planos de la ética y de la religión, de la filosofía y de la ciencia considerar la propia verdad como la única posible significa negar toda búsqueda de la verdad.
Basta con releer algunas páginas de Giordano Bruno para entenderlo. Este genial hereje no «pereció accidentalmente en un incendio», sino que fue quemado en Roma, en el Campo de’ Fiori, el 17 de febrero de 1600. El filósofo del universo infinito describe de manera original la importancia de la quête filosófica. En los Heroicos furores, en efecto, se apropia de los esquemas clásicos de la lírica del amor para adaptarlos a la búsqueda de la sabiduría. Caracterizada por el deseo insatisfecho de un amante que intenta abrazar a la amada inalcanzable, la relación amorosa se presta a representar el heroico recorrido del furioso hacia el conocimiento.
Pensemos en el célebre mito de Eros, plasmado por Platón, que ha conocido un éxito extraordinario sobre todo en el Renacimiento europeo. En el Banquete, en efecto, el filósofo es comparado con Amor, porque ambos están condenados al eterno movimiento entre los opuestos. Basta releer la fábula de la concepción de Eros narrada por la sacerdotisa Diotima, cuyas palabras refiere Sócrates, para entender mejor la comparación. Durante la fiesta por el nacimiento de Afrodita, Poros (dios del ingenio), ebrio de néctar, se entrega a Penia (diosa de la pobreza): de su unión nace Amor, destinado, a causa de las opuestas cualidades de sus padres, a perderlo y adquirirlo todo. Ni mortal ni inmortal, ni pobre ni rico, Eros ejerce un papel de mediador, de manera que logra representar simbólicamente la condición del filósofo, siempre suspendida entre la ignorancia y la sabiduría. Situado entre los dioses (que no buscan la sabiduría porque la poseen) y los ignorantes (que no la buscan porque creen poseerla), el verdadero filósofo, amante de la sabiduría, intentará aproximarse hasta ella persiguiéndola durante toda su vida:
E ciò che si procura gli sfugge sempre di mano, sicché Eros non è mai povero di risorse, né ricco. Inoltre, sta in mezzo fra sapienza e ignoranza. Ecco come. Nessuno degli dèi fa filosofia, né desidera diventare sapiente, dal momento che lo è già. E chiunque altro sia sapiente non filosofa. Ma neppure gli ignoranti fanno filosofia, né desiderano diventare sapienti. […] Certo, chi non pensa di essere bisognoso, non desidera ciò di cui non ritiene di aver bisogno. […] Perciò è necessario che Eros sia filosofo e, in quanto filosofo, che sia intermedio tra il sapiente e l’ignorante. Anche causa di questo è la sua nascita: ha il padre sapiente e pieno di espedienti, e la madre non sapiente e priva di risorse (Platone, Simposio, 203e-204a; 204b).
Giordano Bruno retoma de una manera original esta imagen de la quête filosófica y la lleva a las últimas consecuencias. Animada por una inagotable pasión, esta milicia filosófica se convierte en expresión de una imposibilidad, de una privación, de una caza marcada por el carácter inalcanzable de la presa. Bruno traduce con una bellissima immagine questa insoddisfazione del filosofo, paragonandola all’insoddisfazione della materia: come la materia va sempre alla ricerca di nuove forme, così il filosofo enamorado de la sabiduría sabe bien que su única vocación es la de perseguir la verdad:
Pues cuantas veces – afirma Bruno en el De immenso – consideramos que resta alguna verdad por conocer y algún bien que alcanzar, buscamos siempre otra verdad y deseamos otro bien. Así pues, la indagación y la búsqueda no cesarán con la consecución de una verdad limitada y un bien definido. Estâ inserto en todos y cada uno de los hombres, el deseo de abrazar la totalidad: cada hombre desea ser siempre lo que es: un momento determinado; ver en todas partes lo que ve en un lugar; considerar en su universalidad lo que se presenta individualmente; disfrutar por completo de lo que disfruta sólo en parte; come si pudiera dominar todas las cosas, desea todo aquello a lo que está sometido y no está contento con los resultados, cuando aún queda otra cosa para alcanzar. Del mismo modo, la materia particular, ya sea corpórea o incórporea, nunca alcanza una estructura definitiva y estando insatisfecha con las formas particulares eternamente asumidas, desea, en cambio, alcanzar formas nuevas en la eternidad».[6]
Todos los verdaderos cazadores saben – como declara Montaigne en una bellísima página de los Ensayos – que el verdadero objetivo de la caza es la persecución de la presa, el ejercicio mismo de la «venación»:
La persecución y la caza corren propiamente de nuestra cuenta; no tenemos excusa si las efectuamos mal y con impertinencia. Fallar en la captura es otra cosa. Porque hemos nacido para buscar la verdad; poseerla corresponde a una potencia mayor. […] El mundo es sólo una escuela de indagación. La cuestión no es quién llegará a la meta, sino quién efectuará las más bellas carreras.[7]
Tanto Bruno como Montaigne viven la dramática experiencia de las guerras de religión. Ambos saben que la convicción de poseer la verdad absoluta ha transformado las distintas Iglesias en instrumentos de violencia y terror. Son conscientes de que el fanatismo ha propiciado el exterminio de seres humanos inocentes e inermes, llegando al extremo de introducir la destrucción y la muerte en el seno de las familias.
E proprio in nome della tolleranza e della caccia alla verità Bruno, nel De mínimo, destaca la vital importancia de la duda, concepita come componente essenziale de la aventura del conocimiento:
Quien desea filosofar, dudando en un principio de todas las cosas, no debe asumir posición alguna en un debate antes de haber escuchado a las partes en discusión, y después de haber considerado y confrontado bien los pros y los contras, debe juzgar y adoptar una postura no por lo oído, por las opiniones de la mayoría, la edad, los méritos y el prestigio, sino sobre la base de la capacidad persuasiva de una doctrina orgánica y adherente a la realidad[8].
Hay que dudar de todo y no decidir tomando en cuenta las opiniones de la mayoría, la edad, el prestigio y (yo agregaría) el color de la piel, el poder económico u otras formas de falsa auctoritas. Bruno condena dos posiciones opuestas pero complementarias que terminan por negar la búsqueda de la verdad: entre el “lo sabemos todo” de los aristotélicos (que no buscan la verdad porque creen poseerla) y el “nada sabemos” de los escépticos (que no buscan la verdad porque creen que no existe), se ubica la posición intermedia del auténtico filósofo que identifica su misma vida con la perenne persecución de la verdad. Para Bruno lo que cuenta no es la posesión de la sabiduría, sino más bien la postura de tener un largo camino recorrido de acercamiento a la sabiduría. La esencia de la philo-sophia está en el mantener siempre vivo el amor por la sabiduría. Y he aquí por qué lo más importante no es llegar primero, no es ganar la carrera. Es mucho más importante, en cambio, correr con dignidad: es la experiencia en sí de la carrera lo que nos hace mejores, lo que nos hace más sabios. «Las cosas ordinarias y fáciles son para el vulgo – escribe Bruno en la Cena de las Cenizas – y para la gente ordinaria. Los hombres raros, heroicos y divinos pasan por este camino de la dificultad con el fin que la necesidad se vea obligada a concederles la palma de la inmortalidad. Añádase a esto que aunque no sea posible llegar al extremo de ganar el palio, corred sin embargo y haced todo lo que podáis en asunto de tanta importancia, resistiendo hasta el último aliento de vuestro espíritu. No sólo es alabado el vencedor, sino también quien no muere como un cobarde y poltrón. […] No solo merece honores el único individuo que ha ganado la carrera sino también todos aquellos que han corrido tan excelentemente como para ser juzgados igualmente dignos y capaces de haberla ganado, aunque no hayan sido los vencedores. Merecen vituperio los que desesperados se paran a mitad de la carrera y no tratan (aunque sea en última posición) de alcanzar la meta con el esfuerzo y vigor que le es posible»[9].
Este largo prólogo sobre el tema de la búsqueda de la verdad podría parecer ajeno a la naturaleza misma de la búsqueda científica. Pero no es así. El gran científico Richard Feynman, premio Nobel de Física en 1965, ha escrito páginas muy importantes sobre el tema de la incertidumbre y de la duda en el ámbito de la investigación científica:
Cuando un científico dice que no sabe la respuesta, se da cuenta de que es ignorante. Cuando dice que tiene una vaga idea de lo que podría suceder, está inseguro. Cuando está bastante seguro y dice «Apuesto a que va a ser así», tiene aún alguna duda. Es de importancia primordial para el progreso científico reconocer el valor de esta ignorancia y de esta duda. La duda nos impulsa a mirar en direcciones nuevas y a buscar ideas nuevas. El progreso de la ciencia no se mide solo por la cantidad de nuevos experimentos, sino también, lo que es mucho más importante, por la abundancia de nuevas conjeturas por verificar»[10].
Para Richard Feynman, la duda y la incertidumbre son el motor de la búsqueda: el estímulo para continuar la aventura del conocimiento sin considerar nunca nada como definitivo es fundamental para explorar nuevos caminos:
Si no se pudiese, o quisiese, mirar hacia nuevas direcciones, si no se tuvieran dudas, o no se reconociera el valor de la ignorancia, no sería posible tener ideas nuevas. No habría nada que valiese la pena verificar porque ya sabríamos lo que es verdadero y lo que es falso. Por lo tanto, lo que hoy llamamos «conocimientos científicos» es un conjunto de afirmaciones que tienen diferentes niveles de incertidumbre. Algunas son extremadamente inciertas, otras casi seguras, ninguna totalmente cierta. Nosotros, los científicos, nos hemos habituado a ello, sabemos que es posible vivir sin saber las respuestas. [11]
Renunciar a la duda y a la incertidumbre significaría, a la postre, poner en peligro el futuro de la ciencia y su misma vida:
Esta libertad de dudar es fundamental en la ciencia y, creo, en otros campos. Se necesitó una lucha de siglos para conquistar el derecho a la duda, a la incertidumbre: quisiera que no se olvidaran de ello y no dejáramos que poco a poco el tema fuera decayendo. Como científico conozco el gran valor de una satisfactoria filosofía de la ignorancia, y sé que dicha filosofía hace posible el progreso, fruto de la libertad de pensamiento. Y en mi calidad de científico siento la responsabilidad de proclamar el valor de esta libertad y de enseñar que la duda no debe infundir temor, sino que debe ser acogida como una preciada oportunidad. Si no estamos seguros, y lo sabemos, tenemos una oportunidad de mejorar la situación. Pido la misma libertad para las generaciones futuras.[12]
El gran físico, que ha dedicado su vida a la investigación, nos invita a no renunciar a la duda y a la incertidumbre, y a reivindicar nuestra ignorancia como un estímulo para la conquista de nuevos conocimientos.
Quien está seguro de poseer la verdad, finalmente, no tiene necesidad de buscarla, no siente la necesidad de dialogar, de escuchar al otro, de confrontarse de manera auténtica con la variedad de lo múltiple. Quien ama la verdad, en cambio, siente la necesidad de buscarla continuamente. Por eso, la duda no se opone a la verdad, sino que, por el contrario, estimula su búsqueda. Cuando se cree verdaderamente en la verdad, se sabe que la única manera de mantenerla viva es justamente ponerla continuamente en duda.
Solo la conciencia de estar destinados a vivir en la incertidumbre, solo la constatación de nuestra fragilidad y falibilidad, solo la conciencia de estar expuestos al riesgo del error, pueden permitirnos un encuentro auténtico con los otros, con aquellos que piensan de manera distinta a nosotros. Los miedos suscitados por la duda son humanos y beneficiosos, en tanto que la arrogancia que deriva de la presunta posesión de la certeza genera terribles miedos sobre el futuro de la convivencia civil y la aventura misma del conocimiento. Por esta razón, la pluralidad de opiniones, de lenguas, de religiones, de culturas, de pueblos, de métodos científicos debe ser considerada como una inmensa riqueza que puede servir para lograr que la humanidad sea más humana. Aceptar la falibilidad del conocimiento, reconocer la importancia de la duda, admitir la fuerza vital del error no significa abrazar la arbitrariedad y el irracionalismo. Significa, en cambio, ejercer, en nombre del pluralismo, el derecho a la crítica y reivindicar la necesidad de dialogar con quien lucha por valores distintos a los nuestros.
Nadie mejor que Gotthold Ephraim Lessing explicó que a los seres humanos no les es dado poseer la verdad, sino tan solo buscarla:
El valor del hombre no está en la verdad que alguien posee o presume poseer, sino en el sincero esfuerzo realizado para alcanzarla. Porque las fuerzas que por sí solas aumentan la perfectibilidad humana no se acrecientan con la posesión, sino mediante la búsqueda de la verdad. La posesión hace quietos, indolentes, soberbios. Si Dios tuviese en su mano derecha toda la verdad y en la mano izquierda el único deseo siempre vivo de la verdad y me dijera: ¡elige!, aún a riesgo de equivocarme para siempre y eternamente me inclinaría con humildad hacia su mano izquierda y diría: ¡Padre, dámela! La verdad absoluta te pertenece.[13]
Es una profunda lección de humildad y un eficaz antídoto contra los “traficantes de certezas”, contra la intolerancia, contra la xenofobia desbordada, contra las más vergonzosas formas de egoísmo y de indiferencia. Son palabras que no solo ayudan a orientarse en el mundo de la doxa, de las opiniones, de la convivencia civil, sino que sirven para combatir el dogmatismo científico y para orientarse también en el mundo de la investigación. No es casual que Albert Einstein – uno de los principales científicos de la historia de la humanidad –, al discutir algunos obstáculos surgidos en el camino hacia el descubrimiento de los fundamentos de la física teórica, concluyera su artículo recordando la libertad de cada investigador para «elegir la dirección de su propio esfuerzo». Libertad que encuentra justamente en las palabras de Lessing su más alta expresión: «Todo hombre – escribe Einstein – puede obtener consuelo de las maravillosas palabras de Lessing, según las cuales la búsqueda de la verdad es más preciada que su posesión»[14].
[1] Ho qui ripreso e arricchito una conferenza che ho tenuto nell’aprile del 2019 in Chile all’interno del Festival de Ciencia Puerto de Ideas di Antofagasta. Il testo, che avevo preparato per essere destinato all’ascolto, conserva ancora il suo tono discorsivo.
[2] Michel de Montaigne, Los ensayos (segun la edición de 1595 de Marie de Gournay), prólogo de Antoine Compagnon, edicíon y traduccíon de Jordi Bayod Brau, Barcelona, Acantilado, [II, 3], p. 503.
[3] Ibidem, [I, 25], p. 192.
[4] Ibidem, [II, 12], p. 865.
[5] Ibidem, [I, 22], p. 138-139.
[6] «Quoties enim aliquam superesse noscendam veritatem, et quandiu aliquod superesse bonum comparandum judicamus, aliam semper inquirimus, aliud semper appetimus. Non igitur in veritate terminum habente, et in bono finibus incluso, inquisitionis et expetentiae finis erit. Insitus appetitus est, ut omnia fiant, singulis et unicuique: appetit semper esse quidquid aliquando est, ubique videre, quidquid alicubi videt; universaliter habere, quidquid singulariter habet; toto frui qui parte fruitur; omnibus dominari tanquam etiam possit, hoc etiam quod omnibus subjicitur appetit; et consequutis non est contentum, ubi aliquid ulterius remanserit assequendum. Sic materia particularis, sive corporea, sive incorporea ipsa sit, expletur nunquam, et consequutis ab aeterno particularibus formis, in aeternum nihilominus consequendas concupiscens, non est contenta»: G. Bruno, De immenso, Giordano Bruno, in Opera Latine conscripta, publicis sumptibus edita, recensebat F. Fiorentino [F. Tocco, H. Vitelli, V. Imbriani, C. M. Tallarigo], apud Dom. Morano [Florentiae, typis successorum Le Monnier], Neapoli 1879-1891, I-I, p. 203-204.
[7]Michel de Montaigne, Los ensayos, cit., [III-8], p. 1385.
[8] «Qui philosophari concupiscit, de omnibus principio dubitans, non prius de altera contradictionis parte definiat, quam altercantes audierit, et rationibus bene perspectis atque collatis non ex auditu, fama, multitudine, longaevitate, titulis et ornatu, sed de constantis sibi atque rebus doctrinae vigore, sed de rationis lumine veritate inspicua iudicet et definiat»; Giordano Bruno, De minimo, in Id., Opera Latine conscripta, cit.,[ I-III], p. 137.
[9] Giordano Bruno, La cena de las cenizas, introduccíon, traduccíon y notas de Miguel Angel Granada, Madrid, Alianza, 1987, p. 90-91.
[10] Richard P. Feynman, Il senso delle cose, Milano, Adelphi, p. 36.
[11] Ibidem, p. 36-37.
[12] Ibidem, p. 37.
[13] Gotthold Ephraim Lessing, Eine Duplik, (1778), en: Werke, VIII, Herbert G. Göpfert (ed.), Múnich, Hanser, 1979, p. 32-33.
[14] Albert Einstein, I fondamenti della fisica teorica, (1940), in Id., Opere scelte, a cura di Enrico Bellone, Torino, Bollati Boringhieri, 1988, p. 576.